Cuando sus padres lo llevaron al hospital, Pablo, de 11 años, apenas comía y había dejado de beber. Débil tras meses de privaciones, su corazón se había ralentizado y sus riñones estaban fallando. Los médicos le inyectaron fluidos y lo alimentaron a través de un tubo, los primeros pasos para sanar a otro niño deshecho en medio del tumulto de la crisis del coronavirus.
Para los doctores que los atienden, el impacto de la pandemia en la salud mental de los menores es cada vez más alarmante. Desde septiembre, el hospital pediátrico de París donde está Pablo ha duplicado el número de niños y adolescentes en tratamiento por intentos de suicidio.
En otras partes del mundo, los médicos reportan problemas similares, con niños, algunos de solo 8 años, lanzándose de forma deliberada al tráfico, tomando una sobredosis de pastillas o autolesionándose de otra forma. En Japón, los suicidios en esta franja de edad alcanzaron niveles récord en 2020, según el Ministerio de Educación.
Los psiquiatras pediátricos dicen que también han visto a niños con fobias, tics y desordenes alimenticios relacionados con el coronavirus, obsesionados con las infecciones, frotándose unas manos ya en carne viva, cubriéndose el cuerpo con gel desinfectante y aterrorizados por enfermar con la comida.
También es cada vez más común, según los doctores, que los menores sufran ataques de pánico, taquicardias y otros síntomas de angustia mental, además de adicciones crónicas a los dispositivos móviles y pantallas que se han convertido en sus cuidadoras, maestras y animadores durante los confinamientos, los toques de queda y los cierres de las escuelas.
“No hay un prototipo de niño que tenga dificultades”, dijo el doctor Richard Delorme, que dirige la unidad psiquiátrica que trata a Pablo en el gigantesco hospital pediátrico Robert Debré, el más concurrido de Francia. “Esto nos concierne a todos”.
El padre de Pablo, Jerome, sigue tratando de entender por qué su hijo comenzó a enfermar con un desorden alimenticio crónico a medida que avanzaba la pandemia, dejando de comer gradualmente hasta que los únicos alimentos que ingería eran pequeñas cantidades de arroz, atún y tomates cherry.
Jerome sospecha que la alteración de sus rutinas en el último año puede haber contribuido a su enfermedad. Debido al confinamiento decretado en Francia, el niño no tuvo clase presencial durante meses y no pudo despedirse de sus amigos y de su maestra al final del curso.
“Esto ha sido muy difícil’, señaló Jerome. “Esta es una generación que ha recibido una golpiza”.
A veces hay otros factores más allá de los 2,6 millones de personas que murieron por COVID-19 en la peor crisis sanitaria mundial en un siglo.
El ataque de extremistas islámicos que mató a 130 personas en París en 2015, incluyendo en un café en el camino que Pablo recorre para ir a la escuela, dejó también una profunda huella en su infancia. Pablo creía que los clientes muertos en el café estaban enterrados en la vereda que él pisaba.
Cuando fue hospitalizado a finales de febrero, Pablo había perdido una tercera parte de su peso. Su frecuencia cardíaca era tan lenta que los médicos tenían problemas para encontrar el pulso y uno de sus riñones fallaba, explicó su padre, que accedió a hablar sobre la enfermedad de su hijo a condición de no ser identificados por su apellido.
“Tener un hijo que se está autodestruyendo es una verdadera pesadilla”, afirmó.
La psiquiatra de Pablo en el hospital, la doctora Coline Stordeur, dijo que algunos de sus otros pacientes jóvenes con trastornos alimenticios, la mayoría de entre ocho y 12 años, le contaron que durante la cuarentena comenzaron a obsesionarse con ganar peso porque no podían mantenerse activos. Un niño lo compensó corriendo a diario por el sótano de la casa de sus padres durante horas, perdiendo peso tan rápidamente que tuvo que ser hospitalizado.
Otros le dijeron que restringieron su dieta gradualmente: “No más azúcar, luego no más grasas y finalmente no más de nada”, añadió.
Algunos niños tratan de guardarse su angustia para sí mismos, sin querer suponer una carga más para unos adultos que quizás estén de luto por sus seres queridos o perdieron su empleo por el coronavirus.
“Intentan ser niños olvidados, no sumarse a los problemas de los padres”, afirmó Stordeur.
Los menores pueden carecer también del vocabulario adecuado sobre enfermedades mentales para expresar su necesidad de ayuda y para relacionar sus problemas y la pandemia.
“No dicen ‘Sí, terminé aquí por el coronavirus’’, apuntó Delorme. “Pero de lo que te hablan es de un mundo caótico, de ‘Sí, ya no estoy haciendo mis actividades’, ‘Ya no hago mi música’, ‘Ir a la escuela es difícil por las mañanas’, ‘Tengo problemas para despertarme’, ‘Estoy harto de la mascarilla’’.
El doctor David Greenhorn dijo que el departamento de urgencias del hospital universitario Bradford Royal Infirmary donde trabaja, en el norte de Inglaterra, solía tratar a uno o dos niños a la semana por emergencias psiquiátricas, incluyendo algunos intentos de suicidio. La media ahora está más cerca a uno o dos por día, en ocasiones en niños de apenas 8 años, agregó.
“Esta es una epidemia internacional y no la estamos reconociendo”, explicó Greenhorn en una entrevista telefónica. “En la vida de un niño de ocho años, un año es realmente mucho mucho tiempo. Están hartos. No pueden ver el final”.
En el Robert Debré, la unidad de psiquiatría solía tratar unos 20 casos de intento de suicidio al mes en jóvenes de 15 años o más pequeños. No solo esa cifra se ha duplicado algunos meses desde septiembre, si no que algunos están más decididos que nunca a acabar con sus vidas, apuntó Delorme.
“Estamos muy sorprendidos por la intensidad del deseo de morir entre niños que pueden tener 12 o 13 años”, dijo. “Algunas veces tenemos niños de 9 años que ya quieren morir. Y no es una simple provocación o un chantaje mediante el suicidio. Es un deseo genuino de poner fin a sus vidas”.
“Los niveles de estrés entre los niños son verdaderamente enormes”, aseguró. “La crisis nos afecta a todos, desde los dos años hasta los 99”.